La producción artística va envuelta de un sentimiento mistérico. El arte surge de una emoción interna, motivada por una vibración casi mágica de nuestra sensibilidad más profunda. Tanto es así que a veces, artista y obra se funden en una unidad, desapareciendo los contornos entre el productor, la acción de producir y lo producido.
En el cuento taoísta del “Arpa domesticada” podemos contemplar como músico y instrumento forman un todo indisoluble y, es a través de esa fusión que surge la obra. Como expresa Okakura en su libro: al contacto mágico de la belleza, despiertan las fibras más secretas de nuestra sensibilidad … contemplamos lo invisible, recreando notas sin saber de donde proviene[1].
Todo lo vivido en el plano emocional, aquellos recuerdos buenos y malos imprimen una huella en nuestro espíritu que, en el momento creativo, se verá plasmada en la obra de arte, dejando así la marca personal e intrasferible de todo artista.
El autor lo expresa así: nuestro espíritu es la tela sobre la que el artista pone los colores, los matices son nuestras emociones y el claroscuro está formado por la luz de nuestras alegrías y lo sombrío en nosotros y nosotros estamos en la obra maestra[2].
Este bello cuento que presento a continuación trata sobre un arpa creada de la madera de un árbol, que era el rey de los bosques. Pasó mucho tiempo sin que nadie conseguía sacarle una nota buena al arpa, hasta que llegó un verdadero maestro. A través de este cuento el autor nos quiere mostrar cómo la obra maestra está en nuestro interior tanto como nosotros estamos en la obra maestra[3].
Cuento taoísta del “Arpa domesticada”
En el desfiladero de Lung Men hace mucho, mucho tiempo, había un árbol, Kiri, reconocido como el verdadero rey del bosque. Era tan alto que su copa lograba conversar con las estrellas, y las raíces se adentraban tan profundo en la tierra que unían sus anillos de bronce con los del dragón de plata que dormía plácidamente en su seno.
Sucedió que un poderoso mago hizo con madera de este árbol una arpa maravillosa, cuyo espíritu indomable sólo podía ser amansado por el más grande de los músicos. Durante mucho tiempo, el instrumento formó parte del tesoro imperial chino, sin que ninguno de los numerosos virtuosos a quienes fue confiado pudiera extraer la más mínima melodía de sus cuerdas.
La única respuesta del arpa a tanto ensayo desesperado eran notas duras, desdeñosas, desafinadas para acompañar los bellos cantos de los maestros. El arpa se negaba a aceptar un dueño.
Hasta que llegó el turno de Pai Ya, el príncipe de los arpistas, quien con la mano delicada la supo acariciar como si domesticara un potro salvaje, interpretando la más dulce de las baladas.
Con ella en sus brazos, cantó a la naturaleza, a las estaciones, a la montaña, recreando la música de los arroyos, y todos los recuerdos del rey de los árboles eclosionaron en el arpa.
Entre sus ramas jugó de nuevo la brisa de la primavera. Las primerizas torrenteras del río danzaban y sonreían a los brotes tiernos de las flores. Nuevamente, volvió a escucharse el eco embriagador del estío, con sus miríadas de insectos, el murmullo suave de la lluvia y el canto del cuclillo. ¡Oíd!: Ruge un tigre y le contesta el eco de los valles. Llega el otoño; bajo la noche desierta, la navaja de la luna centellea sobre la hierba helada. El invierno, señor ahora del mundo, extiende su manto helado y entre la nieve mansa que se desprende del cielo vuelan los cisnes. Su graznido alborota las ramas con alegría salvaje.
Luego Pai Ya, cambiando de tono, cantó el amor. El bosque se inclinó como un joven perdido en el laberinto de sus propios pensamientos. Allá, en lo alto cual doncella altiva, flotaba una nube resplandeciente; sin embargo, su aparente candor cubre de sombras la tierra, dejando a su paso huellas largas y negras como la desesperación.
Otro cambio de estilo. Pai Ya canta la guerra: las espadas reproducen su sinfonía metálica, los caballos relinchan. Por último, del arpa surge el clamor de una tempestad en Lung Men. El dragón cabalga un rayo y la nieve en avalancha inunda las montañas con el bramido del trueno.
El emperador Celeste, embelesado, preguntó al músico cuál era el secreto de su victoria sobre el arpa.
–Señor –contestó-, los demás músicos han fracasado porque pretendieron cantar solos. He dejado al arpa elegir los temas musicales y, en realidad, mientras pulsaba sus cuerdas yo no sabía si el arpa era Pai Ya o Pai Ya era el arpa.[4]
[1] OKAKURA, Kakuzo. (2004). El libro del té. La ceremonia del Té japonesa. Madrid: Ediciones Miraguano,S.A. (pg. 85)
[2] OKAKURA, Kakuzo. (2004). El libro del té. La ceremonia del Té japonesa. Madrid: Ediciones Miraguano,S.A. (pg. 85)
[3] OKAKURA, Kakuzo. (2004). El libro del té. La ceremonia del Té japonesa. Madrid: Ediciones Miraguano,S.A. (pg. 86)
[4] OKAKURA, Kakuzo. (2004). El libro del té. La ceremonia del Té japonesa. Madrid: Ediciones Miraguano,S.A. (pg. 83-85)
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